He vuelto.

lunes, junio 30, 2008

Seis, cinco, nueve, etc

Miró fijamente el número de teléfono que, escrito sobre un trozo de papel mal arrancado, dormía boca abajo encima del recibidor junto a la cartera, las llaves, el móvil que la noche anterior cayeron casi aleatoriamente ahí.

No podía recordar su nombre.

Todo era resaca a su alrededor. Los colores estaban apagados, filtrados por unos ojos que apenas reaccionaban a la tenue luz que llegaba desde la ventana entreabierta de la habitación del fondo. ¿Casandra? ¿Ana? ¿Aurora? ¿Eran las tres la misma persona? ¿Hermanas? Recordó un bolígrafo minúsculo, de esos de agenda, escribiendo sobre una hojita; Seis, cinco, nueve, etcétera. Era rubia, aquello sí pudo visualizarlo. No muy alta, y de facciones suaves aunque brillantes por el fuego etílico que encendía sus mejillas desde dentro.

Le iba a estallar la cabeza.

Apenas podía retener un pensamiento medianamente lógico entre las paredes craneanas. Tan solo una estúpida idea recuerrente: no supo por qué acababa sacando números de teléfono de mujeres más o menos jóvenes cuando en la cama de matrimonio le esperaba su fiel y consentidora esposa, amante voluntariosa y generosa en el sexo. No sabía por qué nunca destruía esos números, por qué no los borraba del teléfono móvil cuando era el soporte elegido. Las escapadas eran por diversión, las consecuencias inesperadas siempre mal recibidas. Sin embargo ese número había atrapado su atención, mezclándola con todo lo pasado unas pocas horas antes (algo que habitaba más en el subconsciente que en otras zonas de su memoria). Era la resaca. La resaca lo era todo. Miró la hora en la pantalla brillante del Nokia: las doce pasadas. Apenas había dormido tres horas. Marcó el número.

Los pitidos recurrentes del aparato bailaron en su tímpano, atravesando el cerebro hasta estamparse en la pared. Tono a tono se fueron formando palabras, un concepto: "cu-el-ga ya i-dio-ta. No se-as gi-li-po..." No lo entendió, mucho exigía el teléfono para lo que podía comprender.

-¿Sí? -Aquella voz, casi un susurro, le sorprendió. Sonaba a último aliento de vida en el valle de los muertos. El timbre era extraño, suave, no sonaba a mujer.- ¿Sí? -Repitió, con mayor fuerza. Confirmado: el cincuenta por ciento de aquella voz era de varón, el resto era un despojo vocal dañado por los excesos tóxicos de una larga noche.

Goteaban las preguntas resinosas, que si era su hermano, su novio, algún compañero de piso. Este último le convenció. Se arriesgó asignándole un nombre de aquellos que recordaba. Casandra. El resto era demasiado habitual.

-¿Está Casandra? -preguntó, temeroso. Unos pocos segundos de silencio se alargaron hasta casi competir con el infinito.

-Sí, soy yo. ¿Eres Orlando?

Se le heló la sangre. Era la misma voz, pero forzada. Afeminada.

Se puso lívido. Un carraspeo llamó su atención. Era agosto, aún así le costó descartar a Papá Noel como el origen de aquel sonido, pensó, tan desagradable. Solo había otra persona en aquella casa, seguramente acababa de escucharlo todo. Y no parecía muy contenta.

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