He vuelto.

lunes, junio 23, 2008

Sélène

Hoy me he vestido de gala para asistir a mi propio funeral. En él no hay flores ni plañideras, sino vasos de cristal rotos que gracias a los rayos de luz que caen con fuerza (son las tres de la tarde y parece que le ha dado por jugar fuerte a ese cabrón al que tantos y tantos han adorado como un Dios) entretejen destellos que no me dejan abrir mis enrojecidos ojos. Y encima me he dejado las gafas de sol.

Miro a mi alrededor, escrutando como puedo las caras de los transeúntes que se arrastran bajo estos cuarenta grados largos. A nadie le importa que esté tirado en esta silla, intentando mantenerme medio erguido, y bebiendo mate (sí, uno tiene sus vicios de bohemio repelente con sello de importación) ya a temperatura ambiente después de tantas horas preparado y pegado a mi mano derecha. No hago nada más que pensar en todo lo pasado anoche con Sélène, la rubia francesita menor de edad. En cómo la follé. En su cuerpo desnudo, poseído por un demonio sexual bajo los efectos de las drogas y el alcohol. Tengo el cuerpo lleno de marcas de dientes y moratones. Tan estirada que parecía. La verdad es que esas son las mejores. Se reprimen tanto que cuando alguien consigue romper su coraza liberan tal energía que podría derretir los polos con tan sólo una mirada.

"¡Sí, fóllame! ¡fóllame como solo tú sabes!" Repetía sin cesar. Y yo claro, no sé decir que no a una dama. Y tanto la follé que, antes de hacer que alcanzara el orgasmo número no-se-cuantos paré. Me había aburrido de ella. "Sélène, tú y tu melena rubia me cansáis". Me separé violentamente de su cuerpo con la energía que da la mezcla reactiva de varias sustancias ilegales con la sangre. Me miró estupefacta, me insultó y se cagó en mis muertos por haberle jodido el polvo y, por extensión, la noche. Una descarga eléctrica atravesó mi cerebro, me levanté, me vestí y me fui de su casa. Aquella no fue la primera vez que hacía algo parecido con ella. Había algo en nuestra relación que, cuando estaba colocado y después de mil horas compartiendo algo más que unas sábanas (o mesa, o asiento de atrás, o...) saltaba y me obligaba a abandonarla.

Ahora estoy chupando aire húmedo con regusto a yerba. En una mano la calabaza y en la otra el teléfono móvil. Sélène me ha llamado hace cosa de una hora. Tenía la voz llorosa y me dijo algo sobre que estaba harta de mis juegos y que le dejara los orgasmos a mitad. Que hasta ahora había sido una niña estúpida y siempre me lo perdonaba. Ahora no. Me había dicho que no quería volverme a ver. No sé qué creer, no era tampoco la primera vez que acababa perdonándome. Esto es una mierda, cada vez que me posee el demonio de la droga me transformo en algo que no soy yo: salvaje y mutable, bien puedo amar la creación de Dios como puedo querer convertirla en cenizas psicotrópicas. El problema es que la amo. Si no fuera por eso seguramente ni me preocuparía de qué puede pensar; o por qué, como estoy a punto de hacer, voy a llamarla intentando convencerla para que me perdone.

Tengo su número en la pantalla pero no me decido a apretar el botoncito verde para intentar hablar con ella. ¿Vale la pena? Ahora es el Sol quien azota mi cabeza. No me deja pensar bien. Siempre acabo en este mismo banco bebiendo de un pequeño recipiente que siempre llevo en el coche. Y con resaca. Soy plenamente consciente que esta relación, esta historia, no tiene ni pies ni cabeza, mucho menos sentido; aún así soy un adicto a ella y no puedo detenerla. No soy fuerte y no quiero luchar contra mis más bajos instintos, todos ellos representados por la blanquísima y rasurada piel de Sélène.

La preciosa francesita de nombre Sélène. Lolita deshumanizada.

Escucho su delicada voz, está cansada y debilitada por la falta de sueño. Creo que ya se le ha pasado el enfado. Cada palabra que le suelto es un clavo más en mi ataúd, soy consciente de ello. Pero la amo.

-Sélène, escucha...


Dentro de una hora volveré a estar, otra vez, desquiciándome entre sus piernas. Qué suicida puede ser el amor.

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