He vuelto.

miércoles, junio 11, 2008

En la estación


Se sorprendió al notar un suspiro nostálgico escapándose de entre sus labios. Estaba en apoyado en una barandilla inclinado hacia delante con el cuerpo casi en suspensión sobre los andendes de la estación de ferrocarril. Recordaba la primera vez que había estado en ese mismo punto: fue a los cinco años, cuando su padre le llevó a ver los trenes salir. Eran los olores, los sonidos, el flujo de gente entrando y saliendo de los vagones. Las caras, cargadas de emociones. Aquello, pensó, era mágico. De esas estrechas y alargadas habitaciones encadenadas una tras otra salían personas. ¡Personas! ¿No le habían dicho papá y mamá que los niños venían de París? Ellos eran niños grandes (como descubrió después la mayoría eran universitarios) y él uno pequeño. Él estaba arriba, y abajo nacían de esas cosas. "¿Ves hijo? Eso es un tren." Las palabras de su padre revivieron, reverberando desde sus recuerdos y haciendo vibrar sus tímpanos.

-¿Tren? -Masculló, repitiendo exactamente lo mismo que le contestó. Había vuelvo a tener cinco años, en su rostro se formó la misma expresión, su mirada, brillante por la emoción, se clavaba en la imaginaria fugura de su antecesor, que estuvo situado a su derecha. Incluso sintió la fuerte mano de su padre acariciar su ya no tan infantil cabeza.

Cada vez que se sentía turbado, nervioso o simplemente tenía mal cuerpo iba a la estación. Generalmente se quedaba por los alrededores, sentado en un banco y mirando el bullicio viajero de estudiantes y profesionales. Se fijaba en las caras de prisa de algunos, de cansancio de la mayoría, y disfrutaba cuando veía entrar a alguien solo pero con una expresión poco habitual: alguien que buscaba a alguien. Veía en los ojos de los jóvenes y no tan jóvenes los destellos del amor, esas mejillas turbadas por la ansiedad de reencontrarse con el ser amado. Cuando estaba desanimado y localizaba a alguien a esas características se alegraba, porque sabía lo que vendría después. No lo vería, tan solo cómo caminaban cogidos de la mano, sonriendo o besándose como si aquello fuera un accidente provocado por las prisas y la necesidad de llegar a un lugar más íntimo. Ver algo así disipaba sus propias tristezas, así que ya no tenía más razón de ser permanecer en ese lugar y volvía a sus quehaceres.

Sin embargo esa vez, precisamente esa vez y no otra, había decidido entrar para acabar apoyándose sobre la barandilla donde su padre le explicó todas aquellas maravillas, casi mágicas, que cambiaban el aspecto a la gente, o creaba personas de la nada. Como las cigüeñas de París pero siendo de algo que es como una serpiente de casas con ruedas. Si estaba ahí, además de por la nostalgia infantil que se había despertado en su interior (realmente ésta era consecuencia de lo siguiente) era por la pequeña decepción que acababa de vivir. No era nada importante, sino un conjunto de detalles que de por sí pasan desapercibidos pero acumulados acabarían minando hasta la moral de los héroes grecorromanos. Se acordó de cómo la relación con su novia, después mujer, había ido enfriándose hasta convertirse en un intercambio más o menos constante de reproches, silencios y malas caras. Pensó en el trabajo y en sus ideas de estar siempre yendo de un lado para otro del país conduciendo una de esas preciosas locomotoras, y en por qué había acabado encadenado a una silla acolchada y con ruedas en horario de oficina. Pensó en sus hijos, unos malcriados; en su entorno falso e hipócrita. Nada era como se imaginó cuando estaba ahí apoyado, de niño. "¿En qué me he equivocado?" Apartó ese concepto de su cabeza. En nada, pensó. Había sido su ruta, estación a estación, desde la de salida hasta la de llegada. Había hecho ya tantas paradas, había visto subir y bajar tanta gente de sus vagones que había acabado viendo siempre los mismos gestos repitiéndose una y otra vez. Pensó que hacía mucho que había llegado ya a la estación de destino, y ahora estaba volviendo a la de partida, por eso poco a poco todas las ilusiones de la vida, todas las cosas se habían ido desmoronando.

Se sintió otra vez niño, casi en suspensión sobre la baranda, tanto que el guardia de seguridad le había dado un toque de atención para que se retirara un poco. Otra vez ahí, casi cuarenta años después y un puñado de estaciones desandadas. Era el momento de decidir qué hacer. ¿A qué tren iba a subir ahora?

-Papá, me gustan los trenes -dijo desde sus cinco años. Fue la última vez en mucho tiempo que puso esa expresión. Ésta cambió a la de eterna sabiduría que lucía su padre en su memoria-. Pero esta vez yo elegiré el destino. Y sin billete de vuelta.

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