He vuelto.

domingo, junio 15, 2008

Piero Napolitano

Una pregunta obsesiva asediaba su cabeza a cada instante. ¿Cómo había podido acabar en un lugar como éste? Él, Piero Napolitano, el idealista y fanático seguidor de Benito Mussolini. Él, todo un camisa negra veterano de Abisinia, voluntario en el frente oriental, héroe del pequeño pueblo siciliano donde había pasado toda la vida hasta marchar a África. Él, una sombra más en el infierno helado del peor invierno que se recordaba por aquellos lares.

Había amanecido ventoso. No sabía qué era peor, si cuando la nieve le enterraba vivo o el aire atravesaba los harapos hasta cortar los huesos. Aquello ya le daba igual. Todo había dejado de importarle. Se había separado de su unidad tras un ataque de los rusos, y ahora estaba plantado en medio de la nada en algún punto entre Kotelnikovo y Stalingrado. A su alrededor veía cadáveres, algunos desmembrados, otros tintados por su propia sangre y todos congelados. Pensó en su padre, en las pocas jornadas de pesca que pudo compartir con él antes de su afiliación al movimiento fascista. En Sofia, aquella pecosa de ojos azules que era su novia. Estaba seguro que le era infiel, pero sus emociones estaban tan congeladas como los dedos de sus pies. Le era totalmente indiferente. Tenía preocupaciones más importantes, como conseguir víveres para sobrevivir un día más. Había tanteado la idea de pegarse un tiro, que rechazaba obstinado. "Piero Napolitano no se suicida".

No tenía ninguna esperanza de salir vivo de ahí. Lo sabía. Iba a morir. Inició la marcha, medio ciego por el reflejo de la luz en la superficie nevada. En la mano derecha sostenía un extraño objeto: un libro en caracteres cirílicos del que no tenia la más remota idea de lo que podría contener. Había escrito en sus páginas algo de su historia, su nombre y algunos buenos recuerdos de su compañera. Se desplazaba lentamente, como hacen aquellos que no tienen nada mejor que hacer que dejarse llevar por la inercia de los segundos. No lo sabía, pero estaba volviendo a Stalingrado y alejándose de los pocos italianos que quedaban vivos y sin capturar por aquella zona.

El ataque había sido devastador. Los soviéticos, abundantes en manos, fusiles y artillería habían decidido golpear las posiciones fascistas, más débiles que las alemanas, y cercarlos. Piero era incapaz de ubicarlo en el tiempo. Podrían haber pasado horas, semanas o milenos, no lo sabía. Aquel ataque, a las seis de la mañana, en plena noche esteparia los había destrozado; nada pudieron hacer con el anticuado y escaso armamento con el que disponían. Además, la moral estaba por los suelos: nadie sabía qué hacían en un lugar como aquel, junto al Volga, en una guerra que ni les iba ni les venía. Muy pocos sobrevivieron, y muchos de los que lo lograron ya se encontraban muertos o prisioneros de los rusos.

Todo era liso, plano... eternamente plano. Había avistado unas ruinas, algo que parecía una pequeña casa donde poder sentarse y descansar. Aceleró el paso, notando cómo sus escarchados labios crujieron tras fruncir el ceño (solía repetirlo cuando pretendía autoconvencerse, obstinarse). Estaba ileso, al principio algo magullado por la onda expansiva que le había lanzado tan lejos. Podía desplazarse bien. Una hora y algo después llegó a la casa. Sacó la Beretta (le quedaban cuatro balas) y entró. No había nadie. No quedaba techo, había una mesa rota apoyada en un rincón, otro cadáver también congelado y más de un palmo de nieve lo cubría casi todo.

Se dejó caer sobre el cuerpo. Era de un alemán, podía distinguir sus enseñas. Estaba en buen estado, aunque poco comunicativo y distante. La única diferencia con un alemán vivo, pensó, era que este no le miraría por encima del hombro. Le empezó a contar historias de su niñez, contó con todos los detalles que pudo recordar su primer encuentro sexual con una mujer. Lo hizo fatal, era un manojo de nervios y estuvo bastante tiempo dándole vueltas a aquello, a ver si es que no era bueno para eso de follar, teniendo que hacer como muchos de su generación: exagerar. Junto a Helmut el silencioso alemán(así lo bautizó, siempre le había hecho gracia ese nombre) se rió, recordando el impacto de aquel fracaso y lo echo polvo que estuvo. Le pareció una gran estupidez. Se creía tan especial allá en Sicilia, rodeado de muchachas y amigos. Él había sido el centro de atención, del universo, allá. Aquí, en el invierno de Stalingrado, no era más que un punto en medio de la nada. Tantas historias para nada. Hablaba y se reía a carcajada limpia. Se reía de sí mismo, consciente de que aquello debía ser algo así como el juicio final. Al menos desentumecería las cuerdas vocales para gritarle a pleno pulmón su nombre a Dios.

Como es lógico, tanto escándalo no solía pasar desapercibido, y más en aquel lugar. Piero estuvo hablando durante horas, contento por haber podido encontrar aquel refugio contra el viento sin ser consciente de una patrulla de postadolescentes soviéticos que habían rodeado la ruina.

Uno de ellos, de una patada, desencajó la puerta que mal que bien pendía de un solo gozne. Al italiano el corazón se puso a temperatura ambiente. Tenía ante sí un subfusil Tokarev sostenido por un imberbe que gritaba en un idioma que tan solo podía ser ruso. Se alegró de verlos, sonriendo como buenamente pudo. Levantó los brazos, e intentó levantarse. Aún sostenía ese extraño libro en la mano. El asaltante lo encañonó tembloroso y asustado, y no le quedó más remedio a Piero que tirar la Beretta y salir con los brazos en alto. Uno de ellos cogió el libro y lo ojeó curioso. Le dijo algo a su superior. Parecía sorprendido y asustado.

Más tarde, tras ser interrogado por un oficial de la NKVD descubrió que aquel libro le salvó la vida. Aquello agradó al interrogador, era de Stalin. Un enemigo con un discurso del más igual entre los iguales.

Hoy, ya viejo, guarda una copia de ese texto (el original se lo quedaron) junto a su cama, en el mismo lugar donde antes estuvo una biblia y unas memorias del Duce.

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