He vuelto.

sábado, agosto 30, 2008

Sombras (IV)



El reloj del campanario anunciaba que faltaba un cuarto de hora para las doce de la noche, y Guzmán había logrado llegar al pueblo donde le esperaba aquel anciano. Estaba sentado en la solitaria plaza del pueblo, frente a la pequeña iglesia neoclásica. La pobre iluminación apenas alcanzaba para distinguir los perfiles de las casas de aquel, tal y como dirían los horteras de ciudad, "sitio con encanto". Tenía encorvado su largo cuerpo sobre sí mismo, el codo izquierdo apoyado sobre la rodilla y en la mano derecha el teléfono móvil. Entre el índice y el pulgar hacía equilibrios un cigarrillo que, a cada calada, vestía de rojo sus facciones.
-¿Estás fumando? -preguntó inquisitivamente la voz del otro lado del pequeño altavoz del aparato electrónico
-Sí.
-¡Pero si casi lo habías dejado! -exclamó el timbre distorsionado, entre sorprendido y decepcionado -Por cierto, ¿dónde estás? Ya deberías estar aquí.
-Aún no he hecho lo de Eleuterio. He estado involucrado en un accidente -pudo oír el silencio que provenía desde el otro lado de la comunicación vía satélite. Escuchó el maullido del gato, denso y profundo, como si quisiera hacerle entender que el animal ya sabía todo lo sucedido-. Tranquila, yo estoy bien.
Le relató lo sucedido desde que se cruzó con aquel Corsa. Cómo se salió de la carretera él solo, cómo estableció contacto y aquella voz, aquellos ojos que le aterrorizaron. No pudo esconder la ansiedad y los nervios que circulaban libremente por sus venas, por eso lo primero que hizo al salir de comisaría fue entrar en un bar en busca de la máquina de tóxico y legal sedante. Después de la llegada de la Guardia Civil, de la confirmación de la muerte del chaval, el levantamiento del cadáver, la toma de declaración, el benemérito edificio, la vuelta a la carretera y encender el cigarrillo.
-Será mejor que vuelvas y descanses, debes estar agotado. No tuviste que haber salido de casa esta tarde.
-Ya que estoy aquí... Luego te llamo.
Se levantó, tiró la colilla al suelo y la aplastó con la puntera del zapato. Miró en el móvil la dirección del viejo, de don Eleuterio. Estaba dos calles más allá. Las atravesó en silencio, acompañado por una temperatura que empezaba a descender, tal y como ordena la costumbre otoñal. "Aquí es", pensó.
Llamó a la puerta. Un "¡voy!" provino desde el otro lado.
-¿Quién es?
-Soy el hijo de Jaime González, un antiguo amigo de su padre.
-Un momento.
La puerta de madera se abrió. Unos lamentos desgastados fueron los primeros en saludarle, sobrepasando a la mujer, de unos cincuenta años, ojerosa y cansada, situada en medio del pasillo. Le permitió entrar en la penumbra. Guzmán repasó una historia mil veces repetida: la del hijo de un viejo amigo, sordo y demasiado cansado para viajar, que se había enterado de los problemas de salud del padre/madre oportuno. Un puñado de historias de cuidados constantes, sacrificios y anécdotas bastante genéricas servían para ganarse a los hastiados cuidadores forzosos.
-Mi padre no puede venir, está empotrado, y me pidió que viniera para ver cómo estaba y se lo contara. ¿Puedo verle?
-No está muy sociable últimamente. Está agresivo, insulta e intenta pegar, por eso tuvimos que atarlo y sedarlo. Aún así no es muy agradable de ver. Por favor, acompáñeme.
La señora estaba sola en casa. Los niños estaban con su padre, que habían ido al pueblo de al lado a ver una película al cine.
-Estoy muy cansada de todo esto, ¿entiende? -La señora creyó que el ejercicio de empatía era real, y lo tomó como una especie de confesor. Le solía pasar, la gente confiaba en él, aun sin conocerlo de nada-. He tenido que dejarme el trabajo, tengo problemas con mi marido, con mis hijos, con todo -Ella iba delante, hablándole a la puerta del fondo del pasillo. Intentaba huir de su realidad. Guzmán callaba, y escuchaba atentamente. Conocía aquella historia.
Los gemidos de angustia fueron haciéndose cada vez más fuertes. La indicación de que se encontraban junto a la habitación de don Eleuterio fue superflua. Entraron.
Eleuterio clavó su mirada de odio sobre su hija. No reparó en el desconocido alargado, de ciento noventa y tantos centímetros que estaba tras ella.
-Mira quién ha venido, es Paco, el hijo de Jaime González. ¿Lo recuerdas?
-¿Quién? -Fijó sus ojos sobre él. No lo reconoció. Su rostro enrojeció. Era apenas piel y huesos, consumido por semanas de lucha interna contra sí mismo.- ¡No! ¡Fuera, fuera! -Gritó.
-Ya delira, a veces no recuerda a las personas -quiso excusarse la señora.
-Normal, hace mucho que no nos veíamos. ¿Le importaría dejarnos a solas un momento?
La hija de don Eleuterio no había escuchado antes una petición como aquella. No por las palabras, bastante comunes, sino por algo que la conmovió. Como si le pidiera que le dejara hacer ciertas cosas que nunca entendería y que era mejor que no viera.
-Claro. Estaré fuera.
Mientras, el viejo forcejeaba intentando zafarse de las correas.
-Ah, y cierre la puerta. Serán cinco minutos.
Salió, y se sentó en el suelo, junto a la pared, centrando toda su existencia en el sentido del oído, a ver si lograba captar algo de lo que iba a suceder.
Dentro, Guzmán se situó junto a la cama, como había hecho tantas otras veces. Puso una mano sobre el esternón y se tranquilizó, el tacto caliente de aquellos dedos fueron suficientes para relajar los nervios alterados del anciano. Con la otra mano rozó la calva frente. Se quedaron quietos, como un par de estatuas.
-Eleuterio -le llamó.
Silencio.
-Eleuterio -insistió.
Nada.
-Eleuterio, he venido a hablarte. Escúchame.
Nada. Sus ojos empezaron a acostumbrarse al plano espiritual. El lugar era extraño. Se preguntó dónde estaba. Quizá fuera por el cansancio, no era la primera vez que éste le jugaba malas pasadas.
-¿Qué es todo esto?
A su alrededor estaban apareciendo columnas, pasillos y alfombras. Estatuas y cuadros renacentistas. Espadas y hombres de armas quietos, custodios de la quietud, con uniforme militar al estilo italiano. Sus recuerdos de libros de historia le dijeron que debían ir vestidos a la moda del siglo XVI
-¿Y ahora recuerdas?
Era la misma voz de unas horas antes. Cavernosa, profunda, rota, le atravesó estremeciendo todas sus células una por una.
-Eleuterio no está. Lo he utilizado para llamarte.
La voz provenía de un pasillo contiguo, que desembocaba en la puerta, abierta de par en par, que estaba frente a él.
-¿Qué has hecho con él?
-Digamos que... fue lo que vosotros decís "una mala persona". Lo he dejado por ahí, purgando sus pecados.
Cada vez estaba más cerca. Guzmán seguía vestido a la manera occidental, era algo totalmente anacrónico al entorno en el que estaba.
-Hijo de puta.
-Lo sé. Se rió burlonamente.
La risa anunció su entrada. Era un varón, de más o menos su misma altura, más fornido, vestido con ropas de la época y colgando del cinto una espada larga y un puñal. Eran telas de gala, finas sedas y terciopelos; iba cargado de joyas y abalorios. Parecía un príncipe de la época.
-Te veo desorientado, Alessandro. Así no tiene gracia.
-¿Qué es todo esto?
-¿Cómo te lo explico? -hizo como si dudara, pensando en voz alta qué respuesta de todas dar. Mesó la fina barba renacentista que decoraba su mentón- Te puedo decir que es una ilusión que he construido sobre la triste vida de este despojo, o quizá que ya has perdido la cabeza del todo -Se puso serio, tenso, pétreo-. Tú eliges.
-Me quedo con la primera. Aún no tengo ganas de vestirme con una camisa de fuerza, no me va esa moda. Qué quieres.
-Fácil, Alessandro -dijo tras volver a su diabólica jovialidad-. Tú y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo, me duele ver cómo desperdicias tu vida intentando aliviar el sufrimiento a pecadores que, sinceramente, se merecen la agonía que están pasando. Al igual que el viejo este, E... E...
-Eleuterio.
-Sí, eso, Eleuterio -caminaba con paso firme, lento y seguro, hasta situarse a metro escaso de su interlocutor-. Si te contara lo que ha hecho tú mismo te encargarías de que tuviera una reencarnación cruel, llena de dolor y enfermedad. Alessandro, deja esa idiotez, tu lugar es otro.
-No me llamo Alessandro -contestó Guzmán, molesto por la deliberada confusión.
-Eso es lo que tú te crees. Yo te conocí como Alessandro. Quizá deberías investigar en tu propia historia, condottiero. Estoy dispuesto a perdonar todos tus errores.
-¿Algo más? -mantenía la serenidad con dificultad. Sus manos colgaban de los pulgares, no por chulería, sino para evitar que le dieran una mala pasada revelando el miedo que le despertaba su, por lo visto, viejo conocido-. Lo digo porque aún no he cenado.
-No juegues conmigo, Alessandro -durante un instante sus facciones perdieron cualquier atisbo de sonrisa, mostrando una rabia vengativa acumulada durante siglos. No tardó en recuperar la compostura previa-. Te voy a ofrecer una última oportunidad y no te voy a matar ahora mismo, espero que no actúes como la última vez. Llámame cuando quieras hablar conmigo, ya conoces mi nombre.

Guzmán, sudoroso y confuso, separó las manos de don Eleuterio. Estaba muerto. Las piernas le fallaban, el traicionero suelo horizontal intentaba desestabilizarlo, engañando su equilibrio alterado. Sacó un pitillo del paquete recién abierto, el segundo en dos años; al cuarto intento logró encender el mechero. La mano derecha iba loca. Su estómago quería vomitar.
Con dificultad abrió la puerta, al otro lado estaba la señora, preocupada.
-¿Está bien?
-Ha fallecido.
-Dios. ¿Qué ha pasado?
-Simplemente ha fallecido. No hay nada más. Estas cosas pasan así, no le dé más vueltas.
-¿Y usted, está bien?
-Sí.
-¿Quiere un vaso de agua?
-No gracias, necesito salir de aquí.
Abrasó sus pulmones con una calada profunda. La mujer, agradecida sin saber muy bien de qué, cómo o por qué, se despidió en la puerta. Vio cómo se dirigía hacia la plaza, perdiéndole de vista tras una esquina.
La llave entró en la cerradura del pequeño utilitario negro. Le esperaba un buen rato al volante, pensando en Alessandros, condottieros, palacios renacentistas y demonios vestidos de príncipes.

viernes, agosto 29, 2008

Sombras (III)




-Me has asustado. No me ha gustado nada eso que me has contado. Ese sueño es peligroso, muy peligroso. Alerta -Luna tenía el vello erizado, no ocultaba su preocupación y el miedo que le había generado el sueño de Guzmán. Sus ojos, un momento antes abiertos de par en par, fueron volviendo a su posición habitual-. ¿Qué piensas hacer?
-Por ahora nada. Seguir sin dormir bien, supongo.
La joven asintió.
-Por cierto, cariño, he visto otro trabajo para ti.
La relación entre ambos era simbiótica. Se complementaban perfectamente. Ella era médium, y él canalizador. Luna, de cuando en cuando, recibía comunicaciones espirituales de sus guías de luz que le indicaban donde había alguna pobre alma atormentada que se resistía a aceptar su destino, jugándose pasar una larga temporada en medio de ninguna parte, entre los vivos y los muertos, vagando sin oficio ni beneficio. Si los recibía era porque ella tenía la misión sagrada de ayudarles con la Transición, sin embargo su debilidad física (que compensaba la más que desarrollada sensibilidad psíquica) le impedían establecer un vínculo espiritual tan cercano a la muerte. Por eso estaba con Guzmán. Él llegaba donde ella no podía llegar, pero era incapaz de saber qué movimientos dar si no era por Luna. Su capacidad mediúmnica quedaba reducida al mundo de los sueños y pesadillas. Fue a través de los sueños como su abuela fue explicándole todo aquello, y fue a través de los sueños como conoció a Luna. Simplemente soñó con ella. Su cara y un "búscala". No lo entendió, hasta que un buen día se la encontró y se miraron como si se conocieran de toda la vida.
Se reconocieron. Ella había recibido una instrucción parecida. Fue algo instantáneo, como si se conocieran de toda la vida. El lugar de encuentro fue de lo más común: frente a una escultura de Anubis en el parisino museo del Louvre. "Te he estado buscando", "ya, ya lo sé, Guzmán."; de aquello hacía tres años. Desde entonces habían sido inseparables, se necesitaban.
-Háblame de ese nuevo trabajo.
Le explicó el caso de un anciano que, tras llevar dos meses en coma, despertó. Fue dado de alta y volvió a su casa, pero empezó a manifestar una serie de trastornos de la conduta, volviéndose huraño, hostíl y descuidado. No podía vivir solo, tampoco acompañado. Su hija mayor decidió hacerse cargo de él, al principio llevó bien la agresividad de su padre, sus insultos incesantes tanto a ella como a su marido y a sus hijos; pero conforme pasaban los días el ambiente en su casa fue enrareciéndose, la violencia verbal que el viejo había introducido se contagió al resto de la familia, pronto se convirtió en malas miradas, desconfianza y odio. Y violencia física.
-Típico. ¿Cuál es la dirección?
Le indicó un pueblo de la sierra, a unos sesenta kilómetros de allí.
-¿Vas a ir ahora?
-Sí.
-Creo que necesitas descansar. -Luna no podía dejar de pensar en el sueño que le había contado. Tenía miedo de verlo en la sección de sucesos del telediario regional-. No estás en condiciones para una Transición así.
-Según me cuentas esa familia sí que necesita descansar. He tenido días peores -Sonrió, intentando hacer ver que aquello que no le dejaba dormir no iba a influir ni en su estado de ánimo ni en su profesionalidad-. Se me pasará.

Anochecía. Cogió el coche, puso gasolina y salió en la dirección indicada. Aunque había intentado hacerle ver a Luna que estaba bien su cabeza le daba mil vueltas, físicamente estaba como si le hubieran dado una paliza. Los músculos no respondían como él hubiera preferido, y los ojos andaban lentos en reflejos. Encima el sol estaba demasiado bajo, aun equipado con gafas éste le molestaba lo suficiente como para tener que conducir con cautela. Las ventanillas bajadas permitían la entrada de un aire fresco que masajeaba su rostro huesudo, mientras en el racioCD sonaba una canción que tranquilamente podía ser la banda sonora de una película de gangsters rusos.
La sinuosa carretera se retorcía como una serpiente de asfalto, conducía prácticamente solo, muy de vez en cuando se cruzaba algún vehículo que, al verlo, quitaba las largas para poner las luces de cruce.
"¿Hace cuanto que llevo soñando eso? Varios días, ¿meses? Sí, creo que sí. Desde aquello. Maldito imbécil".
Aquel imbécil del que se acordaba no era más que un simple ratero que se le apareció en la noche, un ladronzuelo desesperado, de esos quinceañeros adictos al pegamento y cuyo único peligro consistió en el nerviosismo con el que blandía una navaja. Guzmán le dio la cartera, pero le temblaba tanto la mano al chaval que se le cayó cuando se la pasó, se asustó y le pinchó el abdomen. No se dio cuenta. El agresor, consciente de lo que hizo, salió corriendo, asustadísimo. Notó algo húmedo bajo las costillas, era oscuro, al igual que su ropa. Se palpó con la mano derecha y al ver que la sangre la cubría se mareó. No era la primera vez que veía su sangre, pero sí le sorprendió. Sintió náuseas. Aquella vez fue diferente, lo supo en cuanto vio el filo metálico. Le costó andar, con dificultad salió a la vía principal y se sentó. Estaba agotado. Alguien llamó a una ambulancia. Despertó en urgencias, no sin antes conocer a su nuevo amigo nocturno.
-¿Y ese idiota?
Las largas del coche que se aproximaba le cegaban. Se cubrió los ojos con una mano, hacía tiempo despojados de las gafas de sol. Estaba cerca del pueblo, aun así la vieja carretera aguardaba curvas complejas. Cuando se cruzaron miró al conductor, una fantasmagórica cabeza de pelo corto y moreno (de noche todos los gatos son pardos, y todos los conductores son fantasmas). Presintió algo, y aunque la carretera no daba mucho más de sí redujo a primera, casi deteniéndose.
El presentimiento era muy fuerte y terrible.
Se consumó. Oyó el impacto seco de un vehículo contra algo sólido. Miró por el retrovisor izquierdo y vio cómo se había salido de la curva empotrándose contra un árbol. Se desvió, dejando su utilitario oscuro aparcado en la cuneta.
Otra vez la náusea. Cogió el chaleco reflectante naranja del pequeño compartimento situado en la puerta, se lo puso, la abrió y bajó. Abrió el maletero, buscando la linterna de mano. Le temblaba el pulso: el aire estaba enrarecido, la noche iba cerrándose sobre sus cabezas, velada por las nubes que cubrían los astros nocturnos. Buscó en los bolsillos el teléfono móvil. En uno estaba la cartera, como siempre escasa de dinero, y en el otro las llaves. Se preguntó dónde estaría. Volvió al coche. Miró en la guantera. Ahí estaba. Lo sacó, llamó al 112 y dio la referencia de lo ocurrido.
"Es un Opel Corsa, se ha salido de la carretera". "Sí, parece que ni siquiera haya frenado". "Está empotrado en un árbol, tiene todo el chasis destrozado, parece que está encerrado". "Inconsciente".
Colgó.
Le iluminó la cara. Aún respiraba. Poco le quedaba. No reaccionaba a la luz. Alargó una mano a través de la luna delantera, buscando estar lo suficientemente cerca como para establecer contacto psíquico.
-¿No me conoces?
Una voz retumbó en la cabeza de Guzmán, a través de su mano. Estaba paralizado, todo era negro en el espacio mental que compartía con el accidentado.
-¿No sabes quién soy? -Esa voz, cavernosa y profunda, rota, retumbó en sus tímpanos desde dentro. Frente a él estaba el coche deformado, la flora de monte bajo y a lo lejos la ciudad, todo distorsionado, suavizado y de aspecto irreal, como siempre es en el mundo de los espíritus.
-No. ¿Quién habla?
-Recueeerda -la voz cambió a un tono burlón, juguetón.
Su estómago bombeaba presión al sistema nervioso. Sentía que iba a vomitar. Mareo. Le flaqueaban las fuerza.
-No te recuerdo. Muéstrate.
-Si sueñas conmigo, cariño. Y eso que no soy tu fantasía sexual.
Sus músculos se paralizaron. Unos ojos empezaron a brillar, allá donde debería estar la luna. Eran lo único definido que podía ver.
-Sí, te reconozco pero no sé quién eres. ¿Qué quieres?
-Ya lo saaabeees.
Ese tono era entre cruel, sádico y psicópata. Y divertido.
Una descarga eléctrica lo lanzó en dirección contraria al joven herido. Volvió al mundo de los vivos, magullado por las piedras. Había volado cuatro metros. La sirena de la Guardia Civil le tranquilizó.
"¿Qué sé? ¿Quién eres?".

miércoles, agosto 27, 2008

Sombras (II)


-¿Ya estás aquí?
La voz dulce y frágil, tan frágil como su joven propietaria, llegó hasta sus oídos. Provino del fondo del estrecho pasillo del apartamento años cincuenta que tenían alquilado en el barrio del Carmen. Las persianas, siempre rozando la plena extensión, convertían el lugar en un oscuro y placentero refugio lejos de la contaminación lumínica del exterior. Colgó la chaqueta del perchero, dejó las llaves en el recibidor y se estuvo mirando al espejo un rato largo. Le costó reconocerse a sí mismo, intentó recordar todos los cambios físicos que había experimentado desde aquellas veladas junto al lecho de muerte de su abuela. Los huesos faciales habían dejado de tender a la redondez para convertirse en algo alargado y afilado, que junto con una mala alimentación y la falta de sueño convertían su aspecto en algo, si bien no demoníaco, sí muy superior a la edad que debería aparentar.
Unos pasos ligeros llamaron la atención de su oído derecho. Los conocía muy bien. Ni se molestó en girarse para soltar un "¿qué tal?" cortés y vacío de esperanza de respuesta.
-Cada día tienes peor aspecto.
-Lo sé, qué le vamos a hacer.
-¿Aún sigues con esas pesadillas?
-Sí, claro.
-¿Por qué no me las quieres contar?
El varón se giró. Hasta entonces poca atención le había prestado. La miró de arriba a abajo. Tampoco es que ella tuviera un aspecto envidiabla. Parecían los dos salidos de un cuadro de El Greco, dos cuerpos alargados, mártires de una vida injusta, redentores de Dios.
Sostuvo su mirada.
-No es nada importante -Por desgracia para él la profundidad de su mirada, la inquietud que se vislumbraba al fondo de sus retinas negras desmontaban la mentira. Su compañera, preocupada, se interesaba por su estado cada vez que lo veía tras volver de su extraño trabajo, y él, casi como en un ritual, desviaba la conversación-. Lo que me hace falta es comer algo. Luna, ¿Quedan sobras de la cena de anoche?
-Sí, creo que sí. En la nevera queda un poco de cerdo agridulce y creo que un rollito.
Luna se apartó, dejándole vía libre. Le siguió a corta distancia, contemplándole. Cada día estaba peor, le oía gritar en sueños, recordaba cómo se retorcía entre las sábanas, empapado en fríos sudores, o cómo abría los ojos sin ver nada, sumergidos en las pesadillas que él se resistía a aceptar, minimizándolas o enterrándolas bajo frases sarcásticas o conversaciones intrascendentes sobre cualquier cosa.
La luz ambienta, tenue a la vez que suficiente, fue sobrepasada por la iluminación interna del frigorífico. Los dedos largos, huesudos, sacaron el plato con los restos que junto con una cerveza fueron a parar a la mesa. Se sentó y con calma empezó a dar buena cuenta de ellos.
-Guzmán, ¿Qué tal con Amalia?
Luna, apoyada en el marco de la puerta, llamó su atención. La contraluz y el vestido vaporoso la convertían en una especie de ángel tranquilizador fundido en el blanco y negro de la casa.
-Lo normal. Una beata que se resistía a dar el paso. Ya ha entrado en razón, supongo que en unos días fallecerá.
-Bien -replicó la muchacha-. Hay que ver, la cantidad de miedo que hay hacia algo tan natural como es la muerte. Si supieran que al resistirse lo único que se consigue es quedar atada a un momento y un lugar en vez de continuar con la rueda del destino.
Fue una conversación corta. Guzmán no le prestó atención, pensativo. Algo más, algo más allá de lo sucedido rondaba por su cabeza. Su instinto le presionaba para contarle a Luna sus pesadillas, pero su cabeza le decía que no, que no tenía por qué enterarse.
El cansancio, el trabajo y la cerveza doblegaron su raciocinio. Ella estaría preparada para escucharlo, y si no... al menos se desahogaría y lo compartiría con alguien, y quien mejor que ella, su compañera de fatigas y sanaciones. La miró, invitándola a entrar en su subconsciente.
-Sí, cuéntamelo.
Le indicó que la esperara en la sala de estar, mientras él acababa de recoger y fregar los platos. Al rato llegó, se sentaron frente a frente en torno a la vieja mesa de roble. Unas velas permanecían encendidas. Tres velas blancas situadas en una esquina, casi junto a la pared. El gato, Anubis, rondaba por entre las piernas, saludando a su manera.
-Me despierto en el sueño, dejando atrás cualquier cosa que estuviera soñando antes. Estoy en la habitación, te miro, estás dormida. Me levanto y voy al baño. Me miro al espejo (como he hecho cuando he entrado en casa) un buen rato. La imagen devuelta es la mía, pero cuando tenía seis años. Me miro las manos y son las de cuando era niño. Vuelvo a mirar al espejo y soy yo, con seis años, pero todo es diferente. Soy como un zombi de esos, con la carne putrefacta y la mirada hueca. El espejo se rasga desde el centro, desde donde estaría reflejado mi tercer ojo, y acaba rompiéndose. Donde antes estaba la casa ahora hay una gran llanura, sigo teniendo seis años y empiezo a oír el galope de unos caballos. Miro en dirección al sonido y cuando me doy cuenta estoy yo montado, sable en mano y persiguiendo un niño que es como yo. Tropieza, cae, me bajo del caballo con intención de matarlo, se levanta y vuelvo a ser yo con ese aspecto cadavérico. Me quedo paralizado, oigo un terrible chillido que hace que me gire. Ahora estoy desnudo, y una criatura voladora me apresa con sus garras. Intento zafarme, pero no puedo. Tiene una mirada aterradora, me obliga a tener los ojos abiertos y noto cómo me escruta. Es como si me conociera de toda la vida, y ha venido a por mí. Me dice algo, pero no lo recuerdo. Cuando intenta comerme me despierto, entonces miro cómo duermes tan plácida, a veces vuelvo a dormirme.
Luna no se sorprendió, pero la lividez se apoderó de sus facciones. Aquella historia la aterró casi tanto como a su compañero. Anubis estaba sobre la mesa, mirándolo. Los dos tenían los ojos bien abiertos.
-Ahora ya lo sabes.
-¿No... no hay más? -titubeó.
-No.
-¿Y no recuerdas qué te dice?
-No, no puedo, por mucho que me esfuerce no logro recordarlo. ¿Qué te parece?

lunes, agosto 25, 2008

Sombras (I) Introducción


-Su nombre y DNI, por favor.
La administrativa de la Residencia de la Tercera Edad, tras el mostrador de recepción, apuntó los datos que el desconocido fue proporcionando a ritmo lento, evitando posibles confusiones.
-¿Relación con la paciente?
-Amigo de la familia.
-Tenga, lleve esta tarjeta identificativa bien visible. Hasta luego.
Un "VISITA" lucía en azul en el pequeño papel forrado de plástico que la muchacha le entregó. Extraña época, en la que hasta por ver a una moribunda hay que dejarse fichar en el registro de entradas y salidas. "Tendrán miedo de que la secuestre", pensó. El extraño hombre suministró unos datos falsos, no le interesaba que tuvieran ninguna referencia de sus movimientos y posición, su trabajo requería total discreción. No era la primera vez que estaba en aquellos pasillos con fuerte olor a desinfectante pero para estar con otras personas, así que dejó que su instinto le llevara hasta el box en el que Amalia, postrada, le esperaba sin saberlo.
Las puertas que daban al pasillo de los ancianos terminales, en el box, estaban abiertas. Se podían ver sus rostros arrugados, desencajados y de miradas perdidas hacia algún punto desconocido para los que gozan de buena salud. Ese punto no es más que el fin del tiempo, el tiempo que les ha tocado vivir y que ya, sin ser plenamente conscientes de ello, se acababa segundo a segundo, como margaritas marchitas que van perdiendo uno a uno sus pétalos blancos.
La puerta del box de Amalia estaba entreabierta, el plato de comida aún caliente humeaba, lleno, sobre la mesilla móvil situada al lado de la cama. Estaba sola en la habitación para dos, la ausencia de personal permitía mayor intimidad al impedir un rendimiento al 100% de la residencia. Estaba en las últimas, piel y huesos, los ojos azules abiertos, el derecho incapaz de pestañear y el izquierdo a duras penas mostraba signos de vida. El rostro demacrado por la vejez permanecía inmóvil, enmarcado por un pelo cuidado y un rostro limpio que denotaba el buen hacer de los empleados.
-Amalia.
Puso sus manos sobre ella, una en el pecho y otra en la frente.
-Amalia -repitió, esta vez de pensamiento.
Reaccionó. No podía hablar. Lo intentó, pero solo emitió un ronquido. No tenía fuerza ni para vocalizar. Estaba caliente, su corazón fuerte resistía, ella se resistía a aceptar el destino que pesa sobre la raza humana. Sus movimientos se habían reducido a algún gesto con la mano y a enfocar con la pupila izquierda. Fue este último el que hizo para contactar con el extraño visitante que estaba a menos de un metro y cuyas manos reposaban sobre ella. Unas manos calientes, un extraño calor que entró en el anciano cuerpo, un calor especial, que nunca antes había sentido y nunca más volvería a sentir. Un calor psíquico que conectó directamente con una parte de su conciencia que hacía tiempo había renunciado a luchar por sobrevivir.
-Amalia.
-¿Quién eres?
-Eso no importa.
-¿Qué quieres?
-Estoy aquí para ayudarte.
-¿Ayudarme a qué?
-Ya lo sabes.
La mujer se resistía, a sus ochenta y nueve años su cuerpo aún se negaba a aceptar el peso de la realidad. Un miedo atroz a la muerte se retorcía por un subconsciente debilitado y le impedía ver el camino que la esperaba. Todo era oscuro para Amalia, una oscuridad terrorífica provocada por años de sermones religiosos que se creyó a pies juntillas.
-Amalia, necesito que te relajes. Esto no es como te dijeron. La muerte es un paso, un simple trámite. Volverás a nacer, te espera otra vida, otro nacimiento y tiempo para corregir los fallos de estos últimos años. No es el fin. Busca la luz.
-La luz...
-Sí. Busca a tu hermana, busca a tus padres. A Joaquín y María. ¿Los ves?
-Sí.
-Ellos te esperan, te aman y te perdonan. Tus errores no importan, nada importa. Todo lo que has sido será, y nada queda, salvo lo que no existe, que volverá a ser si ha de ser. Relájate. Relájate y descansa. Ve con ellos.
Hizo caso a su petición. Poco a poco fue diluyéndose el miedo, sus músculos se destensaron, sonrió.
-Gracias -pensó la anciana.
-Ahora he de irme.
-Gracias -repitió.
El desconocido levantó las manos, se despidió de ella y se fue. Caminaba con dificultad, debido al fuerte dolor de cabeza producido por el proceso de canalización que acababa de concluir. El mareo era intenso, dejó la tarjeta de visitante en recepción y se sentó en un banco del pequeño jardín situado junto al gran edificio blanco. Cerró los ojos, intentando expulsar la sensación que le invadía. Cada vez que hacía algo así se prometía no volver a repetirlo, pero aquello era superior a sí mismo. No sabía hacer otra cosa, había nacido para ello. Recordó la primera vez que se dio cuenta de su extraño don. Fue a los seis años, a los pies de la cama donde su abuela agonizaba. Podía hablar con ella pero no verbalmente. Mientras que para los demás estaba inmóvil, inconsciente; pudo sentir que aún se comunicaba y hablaban a través de los pensamientos. Le explicó que aquello de la muerte era algo natural, y que nunca le dejaría solo mientras no acabara su "formación". No entendió aquello hasta años más tarde, cuando a través de visiones y la sensación de presencias a su alrededor comprendió su misión kármica.
Sacó el teléfono móvil una vez hubo pasado el malestar que le invadió.
-Esto ya está. Voy para allá.
Se levantó, en dirección al pequeño utilitario, discreto y oscuro, con el que se desplazaba por la región.

sábado, agosto 23, 2008

Gris abstracto


Me sorprendo mirando la púa que tengo debajo del monitor. Apenas hay luz, y eso que son casi las doce del mediodía; hoy le ha dado al día por vestirse de gris lluvia. Me sumerjo en el estímulo tóxico y artificial (no mucho, pero con tanta mierda que llevo en el cuerpo poco me hace falta para desorientarme) de la cocacola, pensando en el todo y la nada, muy zen. La música que nace de los viejos altavoces, fantasmagórica, da vueltas por mi cabeza contaminándolo todo. Soy un melómano bastante simple y conservador, no me atrevo ni a oír más del noventa por ciento de los sonidos que propone la sociedad en cada una de sus prostituidas esquinas.

El todo y la nada. Zen. Un puñado de palabras que se transparentan al ritmo que marca la extinción neuronal producida por el paso de los segundos. Me parecen tan lejanas aquellas voces que me decían: "no tendrás casa en tu puta vida". Jamás les creí, les replicaba que esto pasaría, y que se resquebrajaría el sistema como un azucarillo sometido a un goteo constante de ácido clorhídrico. Esa frase, para mí, ha cambiado. En vez de casa lo que no voy a tener en mi puta vida es un trabajo que me satisfaga y con el que pueda alimentarme. Soy demasiado errático, me pierdo en el laberinto interrumpido del grafito sobre el papel, me desoriento con facilidad, sumergiéndome en la pura y simple divagación. "No tendré trabajo en mi puta vida". Seguro que puedo trabajar en, ¿quién me contrataría, si a lo único que aspiro es a vivir del cuento? No tengo aspiraciones, me asusta la competición, la posesión y el control. Nací desnudo, y desnudo me siento, piel, grasa y huesos; todo lo demás no son más que lastres que empujan hacia el suelo los bolsillos, arrastrando mi espalda tan harta de cargar conocimientos inútiles cuyo único fin es la esclavitud mental.

Esclavos mentales, me gusta. Somos físicamente libres, capitalmente libres, pero mentalmente esclavos. El perro es feliz estando suelto en ocho por ocho metros cuadrados (jamás ha visto el otro lado del cerco) hasta que siente la llamada de la naturaleza: echar un polvo. Una noche, dos, quizá tres se sentirá solo, buscando una compañera que nunca llega, pero esa sensación más pronto que tarde pasará. Como con todo, como con todos. ¿La crisis de los cuarenta? ¿De los cincuenta? Si tengo veintipico años, aun no he llegado a esa edad y ya ando en crisis recurrente. Muchos tardan media vida en manifestar su saturación del mundo hipócrita, cínico y falso en el que vivimos. Yo un poco antes (porque espero que aún me quede para alcanzar mi media vida), será que tomé las decisiones equivocadas. Tampoco me arrepiento, ellas son lo que soy, y mejor haber llegado hasta aquí que haber acabado de oficinista de ocho a tres juntando papeles haciendo mil y una cosas con las ideas orientadas magnéticamente hacia el centro. Me parece que ando un poco desanimado. A*, ni se te ocurra llamarme emo, lo mío es pura realidad resumida en cuatro idioteces sin más sentido que el que tú quieras darle.

¿Crees que lloverá? No sé, espero que sí, que hace falta. Dicen algunos que pronto va a llegar la glaciación, mucho frío y un montón de guiris con las pelotas congeladas allá en sus países. La temperatura es ideal, pero estamos en agosto, veintitrés para ser más exacto, y todo está congelado menos el mercurio, que anda ahí ahí. Joder, está todo oxidado menos yo, o al revés. Cambiemos las cartas, que igualmente tenemos la misma mano, por mucho que los dibujitos sean diferentes ambos vamos a acabar repitiendo figuras. Nunca leí el Kamasutra.

Será mejor que suelte a los monos antropófagos que revolotean como libélulas salvajes entre los ojos y las sienes, hoy es un buen día para dejarles que den una vuelta por mi cabeza, no hace calor y la presión atmosférica impedirá que vayan muy lejos y vuelvan para cenar. Les diré que vayan a comprar algo de viento con el que refrescar todas estas tonterías, que ya va siendo hora.

viernes, agosto 22, 2008

Mass mierda


No quiero saber nada de su prensa de calidad,

no quiero que me impongan su supuesta realidad,

no quiero oír su denominación de objetividad

ni saber de medallas tan lejanas a mi vecindad.


No soporto ver como ahora las rebajas

giran en torno a una desgracia en Barajas,

me repugna saber que basan sus ventajas

en vender el réquiem de las horas bajas.


¿Y esos muchachos, fuertes y sacrificados

por la oportunidad de ganar roscos metalizados?

Veinte años a la basura, gladiadores modernizados

para el pan y circo de psicópatas deshumanizados.


Todo es falso. La realidad no es esa,

sino aquello que todos los días pesa:

los lastres de una economía que regresa

al medioevo, a una sociedad presa;


no lo que nos venden como existente,

pero nuestros cerebros de idiota demente

tragan mierdas de consistencia inconsistente:

morbo, maquiavelismo y un Goebbels recurrente.

martes, agosto 19, 2008

La estupidez de una garganta sin voz


Maldita seas,

cómo sacarte de mi cabeza

si tengo esos ojos grabados

a fuego

en mi retina.

Cómo decirte aquello

que ya no recuerdo, porque es eso,

¿verdad?

¿O no?


Sabes que es verdad,

ahora y siempre,

nada ni nadie, tras sus lentes tintadas,

da lo que aparenta querer dar.

Raquíticas palabras que no saben expresar

antiguos latidos por tantos (¿te incluyo?) olvidados.


Aunque sé que jamás me leerás, no me importa,

rajo el papel con mis entrañas.

Da igual.

Ignoro si sirve para algo.

Luz exhuberante, ¿quieres iluminar mi voz? ¿O insisto?

sábado, agosto 16, 2008

Dos días sin dormir


Horas de sueño reducidas

a café y dolor de ojos rojos.

Horas que no son de sueño

vestidas de hojas amarillentas

que flotan y arrasan con todo.

Políticas de besos consumados

a las seis de la mañana

que no pasan del papel.

Cuando me di cuenta ya

no estabas.

(yo tampoco estuve nunca ahí.

Si no habría sido diferente)

No recuerdo tu cara,

solo tus tetas y tu muñeca.

Dijiste: -¿Me atas la pulsera?

Y yo, idiota de mí, lo hice.

Vaya vistas tienes, cariño.

Ahora si te veo no te reconozco,

necesito el encaje de tu sostén como

punto de referencia.

Espero volverte a ver esta noche. Quizá

pueda atarte la pulsera

una vez más,

y

de paso

decirte que eres de lo más bonito

que he visto por aquí.

martes, agosto 12, 2008

Poniente


No tengo ganas ni de

respirar.

Calor poniente.

El jodido valle de los Reyes (¡viva

la República!)

entre la ventana y la pared.

Va a escribir

algo con sentido y lírica

su puta madre.

Me voy a conservar en seco

si esto sigue así.

Ni dioses

ni sin bragas

ni hostias consagradas.

Agua. Agua. Agua. Agua.

Agua. Agua. Agua. Agua.

Hasta luego.

domingo, agosto 10, 2008

Dios


Mirar de reojo,

encontrar de casualidad

aquello que no es para mí.

Sonreír y ver desaparecer

el contexto, el entorno,

los colores.

Un punto,

un minúsculo espacio secreto.

Todas las religiones se basan

(lo que ellos digan es

mentira)

en Él. Porque Él es Dios,

el alfa y el omega,

el principio y el fin,

de donde vengo y a donde voy (deseo).

Todo bajo su mirada

cómplice,

tan cerca y a la vez

tan lejos

de su amante realidad de simplicidad envoltoria.

Él es para mí, para mis ojos,

un regalo del cielo.

Inalcanzable, sin embargo...

...ahí está...

...al descubierto...

...en todo su esplendor...

...las piernas separadas, minifalda...

...y sin bragas.

viernes, agosto 08, 2008

Ley natural


El poder adquisitivo ni se crea ni se destruye, se transforma en cuentas suizas.

miércoles, agosto 06, 2008

¡Qué gran verdad!


Esta es la gran verdad: todo es mentira

menos la mentira, que es verdad,

porque si la mentira fuera mentira

sería verdad que todo es mentira.

Pero es verdad, todo es mentira,

la verdad es mentira y la mentira verdad,

absurdo: mentira y verdad.

Dicen los viejos que media verdad

es una mentira,

por tanto medio y medio es siempre uno,

por tanto una verdad son dos mentiras.

Qué gran verdad.

Y miente el que dice que dice la verdad,

y dice la verdad el que dice que miente

(ese es el más honrado de todos, fíate de él).

Verdad verdadera.

lunes, agosto 04, 2008

Alcoholismo


Diez, doce, veinte cervezas.

Botellas envueltas

en delirium tremens o

en viejas noticias de mañana o

en nuevas de anteayer.

El cerebro da vueltas, exige más...

...pero al hígado no le gusta la idea.

Alcoholismo.


La luz se distorsiona, arriba es abajo

y abajo es el suelo,

Dicen que si es por baja autoestima,

poco amor (propio o ajeno,

más bien ajeno),

adicción toxicómana.

Alcoholismo.


Generalmente suele ser

más sencillo,

una sola palabra:

a b u r r i m i e n t o

(dos acordes de

Kurt Cobain)

a botellazos enterrado.

Hormigas entre las sienes,

cosquilleos donde antes había piel.

Alcoholismo.


No se me levanta.

Da igual, yo tampoco. El suelo es

muy cómodo,

me recuerda al

regazo

de la última Venus

que me acogió

(¿te acuerdas, cariño,

nuestras orgías de

vómito y semen? Qué asco.

Intento olvidarlo, pero me cuesta).

Mañana no me acordaré

de nada. Otra vez.

sábado, agosto 02, 2008

viernes, agosto 01, 2008

Picacódigo en proceso


Private, carne fresca (no hay),

class, crash, clash, cash,

Johnny Cash.

Público, impúdico,

lineas de código,

consultas

que no se acaban nunca,

como las cenizas de los muertos con las que se *purifican* los hindúes en el Ganges.

PHP, PostgreSQL, C, C++, Python, tipo, dato, estructura,

print "Hola Mundo\n";

print "hamijo\n";

Dikjstra (¿se

escribe así?)

/*AQUÍ VA UN PRECIOSO PUNTO Y A PARTE. IMPLEMÉNTALo*/

Funciones recursivas

que contienen

a Dios. (por cierto, Dios

odia la iteratividad, a ver

si te enteras)

Claro, me ha aban

donado.

Me ha obli

gado

a programar, a convertir

mi cabeza en una ca

ja

sin margen para la improvisación.

Sí, aún no

soy (lo que viene a ser un vagodemierda)

en
chi
ñe
ro

técnico en gestión.