He vuelto.

lunes, agosto 25, 2008

Sombras (I) Introducción


-Su nombre y DNI, por favor.
La administrativa de la Residencia de la Tercera Edad, tras el mostrador de recepción, apuntó los datos que el desconocido fue proporcionando a ritmo lento, evitando posibles confusiones.
-¿Relación con la paciente?
-Amigo de la familia.
-Tenga, lleve esta tarjeta identificativa bien visible. Hasta luego.
Un "VISITA" lucía en azul en el pequeño papel forrado de plástico que la muchacha le entregó. Extraña época, en la que hasta por ver a una moribunda hay que dejarse fichar en el registro de entradas y salidas. "Tendrán miedo de que la secuestre", pensó. El extraño hombre suministró unos datos falsos, no le interesaba que tuvieran ninguna referencia de sus movimientos y posición, su trabajo requería total discreción. No era la primera vez que estaba en aquellos pasillos con fuerte olor a desinfectante pero para estar con otras personas, así que dejó que su instinto le llevara hasta el box en el que Amalia, postrada, le esperaba sin saberlo.
Las puertas que daban al pasillo de los ancianos terminales, en el box, estaban abiertas. Se podían ver sus rostros arrugados, desencajados y de miradas perdidas hacia algún punto desconocido para los que gozan de buena salud. Ese punto no es más que el fin del tiempo, el tiempo que les ha tocado vivir y que ya, sin ser plenamente conscientes de ello, se acababa segundo a segundo, como margaritas marchitas que van perdiendo uno a uno sus pétalos blancos.
La puerta del box de Amalia estaba entreabierta, el plato de comida aún caliente humeaba, lleno, sobre la mesilla móvil situada al lado de la cama. Estaba sola en la habitación para dos, la ausencia de personal permitía mayor intimidad al impedir un rendimiento al 100% de la residencia. Estaba en las últimas, piel y huesos, los ojos azules abiertos, el derecho incapaz de pestañear y el izquierdo a duras penas mostraba signos de vida. El rostro demacrado por la vejez permanecía inmóvil, enmarcado por un pelo cuidado y un rostro limpio que denotaba el buen hacer de los empleados.
-Amalia.
Puso sus manos sobre ella, una en el pecho y otra en la frente.
-Amalia -repitió, esta vez de pensamiento.
Reaccionó. No podía hablar. Lo intentó, pero solo emitió un ronquido. No tenía fuerza ni para vocalizar. Estaba caliente, su corazón fuerte resistía, ella se resistía a aceptar el destino que pesa sobre la raza humana. Sus movimientos se habían reducido a algún gesto con la mano y a enfocar con la pupila izquierda. Fue este último el que hizo para contactar con el extraño visitante que estaba a menos de un metro y cuyas manos reposaban sobre ella. Unas manos calientes, un extraño calor que entró en el anciano cuerpo, un calor especial, que nunca antes había sentido y nunca más volvería a sentir. Un calor psíquico que conectó directamente con una parte de su conciencia que hacía tiempo había renunciado a luchar por sobrevivir.
-Amalia.
-¿Quién eres?
-Eso no importa.
-¿Qué quieres?
-Estoy aquí para ayudarte.
-¿Ayudarme a qué?
-Ya lo sabes.
La mujer se resistía, a sus ochenta y nueve años su cuerpo aún se negaba a aceptar el peso de la realidad. Un miedo atroz a la muerte se retorcía por un subconsciente debilitado y le impedía ver el camino que la esperaba. Todo era oscuro para Amalia, una oscuridad terrorífica provocada por años de sermones religiosos que se creyó a pies juntillas.
-Amalia, necesito que te relajes. Esto no es como te dijeron. La muerte es un paso, un simple trámite. Volverás a nacer, te espera otra vida, otro nacimiento y tiempo para corregir los fallos de estos últimos años. No es el fin. Busca la luz.
-La luz...
-Sí. Busca a tu hermana, busca a tus padres. A Joaquín y María. ¿Los ves?
-Sí.
-Ellos te esperan, te aman y te perdonan. Tus errores no importan, nada importa. Todo lo que has sido será, y nada queda, salvo lo que no existe, que volverá a ser si ha de ser. Relájate. Relájate y descansa. Ve con ellos.
Hizo caso a su petición. Poco a poco fue diluyéndose el miedo, sus músculos se destensaron, sonrió.
-Gracias -pensó la anciana.
-Ahora he de irme.
-Gracias -repitió.
El desconocido levantó las manos, se despidió de ella y se fue. Caminaba con dificultad, debido al fuerte dolor de cabeza producido por el proceso de canalización que acababa de concluir. El mareo era intenso, dejó la tarjeta de visitante en recepción y se sentó en un banco del pequeño jardín situado junto al gran edificio blanco. Cerró los ojos, intentando expulsar la sensación que le invadía. Cada vez que hacía algo así se prometía no volver a repetirlo, pero aquello era superior a sí mismo. No sabía hacer otra cosa, había nacido para ello. Recordó la primera vez que se dio cuenta de su extraño don. Fue a los seis años, a los pies de la cama donde su abuela agonizaba. Podía hablar con ella pero no verbalmente. Mientras que para los demás estaba inmóvil, inconsciente; pudo sentir que aún se comunicaba y hablaban a través de los pensamientos. Le explicó que aquello de la muerte era algo natural, y que nunca le dejaría solo mientras no acabara su "formación". No entendió aquello hasta años más tarde, cuando a través de visiones y la sensación de presencias a su alrededor comprendió su misión kármica.
Sacó el teléfono móvil una vez hubo pasado el malestar que le invadió.
-Esto ya está. Voy para allá.
Se levantó, en dirección al pequeño utilitario, discreto y oscuro, con el que se desplazaba por la región.

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