He vuelto.

miércoles, agosto 27, 2008

Sombras (II)


-¿Ya estás aquí?
La voz dulce y frágil, tan frágil como su joven propietaria, llegó hasta sus oídos. Provino del fondo del estrecho pasillo del apartamento años cincuenta que tenían alquilado en el barrio del Carmen. Las persianas, siempre rozando la plena extensión, convertían el lugar en un oscuro y placentero refugio lejos de la contaminación lumínica del exterior. Colgó la chaqueta del perchero, dejó las llaves en el recibidor y se estuvo mirando al espejo un rato largo. Le costó reconocerse a sí mismo, intentó recordar todos los cambios físicos que había experimentado desde aquellas veladas junto al lecho de muerte de su abuela. Los huesos faciales habían dejado de tender a la redondez para convertirse en algo alargado y afilado, que junto con una mala alimentación y la falta de sueño convertían su aspecto en algo, si bien no demoníaco, sí muy superior a la edad que debería aparentar.
Unos pasos ligeros llamaron la atención de su oído derecho. Los conocía muy bien. Ni se molestó en girarse para soltar un "¿qué tal?" cortés y vacío de esperanza de respuesta.
-Cada día tienes peor aspecto.
-Lo sé, qué le vamos a hacer.
-¿Aún sigues con esas pesadillas?
-Sí, claro.
-¿Por qué no me las quieres contar?
El varón se giró. Hasta entonces poca atención le había prestado. La miró de arriba a abajo. Tampoco es que ella tuviera un aspecto envidiabla. Parecían los dos salidos de un cuadro de El Greco, dos cuerpos alargados, mártires de una vida injusta, redentores de Dios.
Sostuvo su mirada.
-No es nada importante -Por desgracia para él la profundidad de su mirada, la inquietud que se vislumbraba al fondo de sus retinas negras desmontaban la mentira. Su compañera, preocupada, se interesaba por su estado cada vez que lo veía tras volver de su extraño trabajo, y él, casi como en un ritual, desviaba la conversación-. Lo que me hace falta es comer algo. Luna, ¿Quedan sobras de la cena de anoche?
-Sí, creo que sí. En la nevera queda un poco de cerdo agridulce y creo que un rollito.
Luna se apartó, dejándole vía libre. Le siguió a corta distancia, contemplándole. Cada día estaba peor, le oía gritar en sueños, recordaba cómo se retorcía entre las sábanas, empapado en fríos sudores, o cómo abría los ojos sin ver nada, sumergidos en las pesadillas que él se resistía a aceptar, minimizándolas o enterrándolas bajo frases sarcásticas o conversaciones intrascendentes sobre cualquier cosa.
La luz ambienta, tenue a la vez que suficiente, fue sobrepasada por la iluminación interna del frigorífico. Los dedos largos, huesudos, sacaron el plato con los restos que junto con una cerveza fueron a parar a la mesa. Se sentó y con calma empezó a dar buena cuenta de ellos.
-Guzmán, ¿Qué tal con Amalia?
Luna, apoyada en el marco de la puerta, llamó su atención. La contraluz y el vestido vaporoso la convertían en una especie de ángel tranquilizador fundido en el blanco y negro de la casa.
-Lo normal. Una beata que se resistía a dar el paso. Ya ha entrado en razón, supongo que en unos días fallecerá.
-Bien -replicó la muchacha-. Hay que ver, la cantidad de miedo que hay hacia algo tan natural como es la muerte. Si supieran que al resistirse lo único que se consigue es quedar atada a un momento y un lugar en vez de continuar con la rueda del destino.
Fue una conversación corta. Guzmán no le prestó atención, pensativo. Algo más, algo más allá de lo sucedido rondaba por su cabeza. Su instinto le presionaba para contarle a Luna sus pesadillas, pero su cabeza le decía que no, que no tenía por qué enterarse.
El cansancio, el trabajo y la cerveza doblegaron su raciocinio. Ella estaría preparada para escucharlo, y si no... al menos se desahogaría y lo compartiría con alguien, y quien mejor que ella, su compañera de fatigas y sanaciones. La miró, invitándola a entrar en su subconsciente.
-Sí, cuéntamelo.
Le indicó que la esperara en la sala de estar, mientras él acababa de recoger y fregar los platos. Al rato llegó, se sentaron frente a frente en torno a la vieja mesa de roble. Unas velas permanecían encendidas. Tres velas blancas situadas en una esquina, casi junto a la pared. El gato, Anubis, rondaba por entre las piernas, saludando a su manera.
-Me despierto en el sueño, dejando atrás cualquier cosa que estuviera soñando antes. Estoy en la habitación, te miro, estás dormida. Me levanto y voy al baño. Me miro al espejo (como he hecho cuando he entrado en casa) un buen rato. La imagen devuelta es la mía, pero cuando tenía seis años. Me miro las manos y son las de cuando era niño. Vuelvo a mirar al espejo y soy yo, con seis años, pero todo es diferente. Soy como un zombi de esos, con la carne putrefacta y la mirada hueca. El espejo se rasga desde el centro, desde donde estaría reflejado mi tercer ojo, y acaba rompiéndose. Donde antes estaba la casa ahora hay una gran llanura, sigo teniendo seis años y empiezo a oír el galope de unos caballos. Miro en dirección al sonido y cuando me doy cuenta estoy yo montado, sable en mano y persiguiendo un niño que es como yo. Tropieza, cae, me bajo del caballo con intención de matarlo, se levanta y vuelvo a ser yo con ese aspecto cadavérico. Me quedo paralizado, oigo un terrible chillido que hace que me gire. Ahora estoy desnudo, y una criatura voladora me apresa con sus garras. Intento zafarme, pero no puedo. Tiene una mirada aterradora, me obliga a tener los ojos abiertos y noto cómo me escruta. Es como si me conociera de toda la vida, y ha venido a por mí. Me dice algo, pero no lo recuerdo. Cuando intenta comerme me despierto, entonces miro cómo duermes tan plácida, a veces vuelvo a dormirme.
Luna no se sorprendió, pero la lividez se apoderó de sus facciones. Aquella historia la aterró casi tanto como a su compañero. Anubis estaba sobre la mesa, mirándolo. Los dos tenían los ojos bien abiertos.
-Ahora ya lo sabes.
-¿No... no hay más? -titubeó.
-No.
-¿Y no recuerdas qué te dice?
-No, no puedo, por mucho que me esfuerce no logro recordarlo. ¿Qué te parece?

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