He vuelto.

jueves, junio 26, 2008

Ilusión de verano

Aquel veintiocho de junio, martes, día de San Ireneo; pasó a formar parte de la memoria de la gente no por alguna fiesta en honor a tan ilustre obispo, sino por el terrible calor con el que amaneció, rompiendo las estadísticas meteorológicas del ya de por sí asfixiante verano del que formaba parte. El sudor, mezclado con el agua salada de la playa, perlaba los cuerpos semidesnudos de los afortunados que pudieron escaparse para tentar el melanoma a orillas del Mediterráneo. Todos sabían que tan solo hay dos formas eficaces de torear la depravada temperatura: una era la que acabo de describir, mientras que la otra ocurría a pocos metros de la arena húmeda, en los puestecitos y chiringuitos que crecían a ambos lados del paseo marítimo apenas transitado por algunas parejas jóvenes, guiris y niños recién salidos del agua. Aquel año pocos turistas habían llegado a la zona, y los que estaban no se despegaban de las toallas de colores que, apiñadas, luchaban por estar lo más cerca posible del punto medio entre el fin de la costa, el inicio del mar y el látigo incesante del sol.

Si la mayoría de visitantes estaban quemando sus cuerpos los pocos nativos ya habían abandonado la playa para tomar un refrigerio bajo los techados de obra de los merenderos. Seguramente el adjetivo que mejor podría describir aquellos establecimientos, o que más se aproximaba, era "cutre". Se notaba a la legua la velocidad y la temporalidad de sus muros de ladrillo, los toldos reutilizados y las mesas desconchadas de la gran mayoría. Alguno había cuyo mobiliario tenía aspecto de nuevo, pero era más por defunción masiva del anterior que por intentar ofrecer imagen de calidad. Había demasiados clientes, y de características demasiado similares (mojados, llenos de arena y aturdidos por el sol) como para malbaratar beneficios en "pijadas". Así pensaba Manolo, el dueño del Sirena, uno de los locales que se repartían a partes iguales los bañistas.

Precisamente en el Sirena, en una de las mesas enclavadas en el paseo, entre una sombrilla de CocaCola y el futbolín, estaban sentados Mara y Prometeo, ocultos cada uno tras sendas gafas de sol. Las de ella a la última moda, reflejando mil matices de color entre el fucsia y el azul claro, y las de él negras, clásicas, bastante similares a las del chico Martini. Llevaban ya cerca de cinco minutos parados, en silencio, con los bañadores húmedos junto con camiseta o pareo, según conviniera. El camarero acababa de marcharse, dejando entre ellos una barrera formada por dos vasos vacíos y dos tercios de cerveza cercanos a los cero grados.

Desde donde estaban podían apreciar la música de alguna emisora comercial que escupía reggaeton mezclado con homofobia y sexismo. Aquello les daba igual, tenían cosas más importantes en la cabeza. Se conocían demasiado bien, ya eran varios los años compartidos coleccionando primero ilusiones, después desengaños. Él, Prometeo, el muchacho de provincias al que todo le daba igual, observaba impertérrito el boceto de unos ojos que se intuían tras las tantas lentes. Ella hacía lo mismo. Permanecían pensativos, aunque cada uno en extremos tan opuestos que casi compartían simbolismo, causas y consecuencias. Ella, Mara, la reina de la ciudad que tuvo la mala suerte de que su nota en selectividad cayó en una universidad de zona rural, evaluaba la relación que mantenía con aquel que era, tal y como dijo la primera vez que lo vio, tan mono y con unos ojillos tan tristes. Su pelo castaño oscuro con mechas rubias se movió con la brisa, agitándose con él el calor de ese veintiocho de junio.

Ambos habían sido mutuamente infieles. Si bien eran plenamente conscientes de ello jamás se habían dicho nada, y si no había salido a la luz era por el peso de la inercia: se querían. La consecuencia era la misma, pero las causas totalmente opuestas; si ella lo hacía por hedonismo puro él se acostaba con otras por la indescriptible sensación de poder que obtenía subyugando pasionalmente a muchachas tan o más hedonistas como su novia. Aquello era como estar con su amado pero con otro rostro y olor. Sin embargo, por mucho que se quisieran esa infidelidad constante desgastaba la confianza que se tenían el uno para con el otro, resquebrajando viejos conceptos como estabilidad emocional o seguridad. Eran conscientes de que el reloj continuaba escupiendo granos de arena sobre ellos, pronto verían que aquella persona que tenían delante no era ni mucho menos la criatura perfecta que se tropezó casi por arte de magia con sus huesos, pero les daba igual.

Fueron pasando los minutos en puñados de diez, las cervezas vaciándose y el sol bajando, siempre en velado silencio disfrazado de vez en cuando de conversación sobre cualquier cosa intrascendente. Siempre pensando en qué hacer. Sí, se querían, pero...

"...seguro que me es infiel, a saber lo que hará cuando sale por ahí." Él mismo se negaba a reconocerlo pero no entendía ese sexo por el sexo que Mara tenía con cualquiera que estuviera de buen ver a ojos de Mara, más que él, algo que según pensaba y conociendo su carácter pasado de moda (al contrario que su novia, fashion victim) era más que fácil.

"...seguro que me es infiel, y encontrará otra mejor que yo." Aquella frase se clavaba en sus sienes como el piolet de Ramón Mercader. El miedo a quedar relegada de la vida de su enigmático compañero salpicaba su subconsciente y, con ello, cada decisión que tomaba.

Una idea transitaba violentamente por su cabeza, la idea de acabar con todo aquello, tomarse un respiro, recuperar algo de autoestima y un silencio cada vez más menguante. Todavía se querían, y era precisamente eso lo que evitaba que alguno de los labios la formulara en voz alta convirtiéndose en la chispa que prendería la renovación de aquella pareja.

El sol, desde un ángulo cada vez más extravagante, les recordó que ya empezaba a anochecer. Pagaron y se fueron dirección casa, decididos a exorcizar sus fantasmas compartiendo sábanas, besos y mordiscos. "Quizá mañana todo haya acabado", pensaron al unísono. Quizá alguno de los dos se decidiera a hablar, a sacar a la luz lo que verdaderamente mantenía unida su relación. O quizá no, al menos mientras continuara aquel verano tan asfixiante.

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