He vuelto.

martes, junio 17, 2008

En el bosque


Primera colaboración entre Letty, ilustradora, y servidor. Suya es la imagen.

Para ella, Flora, el mundo estaba dividido en dos categorías. Por una parte la ciudad, con sus carreteras, vehículos, enjambres habitacionales; prisas, estrés y materialismo. Odiaba la ciudad, no podía soportar la frenética danza de todos los días: madrugar, atascos, horario de oficina, comer con ansiedad, más atascos, un polvo con el idiota de turno (si había suerte ese idiota demostraba un poco de cortesía esforzándose en algo más que en el mete-saca habitual) y dormir un puñado de horas hasta el siguiente madrugón. Se sentía aprisionada y aquello, así se lo decía su consciencia, era falso.
La otra categoría, la real, la de verdad, era el bosque. Sí, el bosque. Donde el silencio y la quietud escondían millones de latidos, millones de sonrisas y mordiscos, de litros de sangre derramada. De pasión congelada en un infinito pliegue temporal. Era tan extraño todo aquello... se sabía observada, pero más que estar controlada por unos ojos invisibles lo que sentía era que éstos la acompañaban, la acariciaban. Todo un universo de seres vivos, y así lo sabía, estaban allí por y para ella; creados mil lustros antes por algo infinitamente superior a su pequeño y frágil cuerpo de aspecto postadolescente. Era ese lugar tan diferente a la ciudad. Recordaba aquellas excursiones con su padre, saliendo de la urbe para acabar siempre en el mismo claro; las largas conversaciones con él sobre las criaturas mágicas que habitaban entre los árboles o sobre la armonía que existe en todo aquel aparentemente caótico festival natural. Se habían acostumbrado a ir el primer fin de semana de cada mes, y podía recordar perfectamente (recuerdos que se extendían hasta antes de los seis años) cómo se despertaba más de dos horas antes de la salida, presa de una extraña sensación que brotaba de su estómago. Aquella misma sensación se volvía a producir, pero de cariz agridulce, cada vez que anochecía y tenían que volver a su casa. Un mes era mucho tiempo de espera, y más para una niña.
En todo esto pensó cuando, acunada por la luna llena, dejó que sus piernas flaquearan. La época de niña traviesa, en la que siempre andaba corriendo de un lado para otro entre viejos árboles, ya había pasado. Ahora todo aquel ímpetu había desaparecido; estaban ahí el alma del bosque, su alma y la sensación que desde que tenía memoria siempre había habitado en su estómago. Hacía ya tiempo que decidió cambiar la vieja costumbre familiar, convirtiendo una escapada diurna en rito nocturno de purificación. Había llegado el momento. Esa noche, en ese momento, se iba a producir. Sus rodillas tocaron las hojas resecas del lánguido otoño, dejando que las insustanciales manos de los espíritus del bosque recorrieran su piel desnuda ascendiendo por sus pantorrillas. Notaba unos dedos inexistentes buscando poder atraversarla y llegar hasta su corazón. Estaba enamorada del bosque, del viejo roble que presidía el claro, de la luna y de todo el conjunto en el que ella, Flora, era la invitada, esposa y reina.
Iba abandonándose a la fuerza elemental de las plantas y animales, renunciando a la consciencia y haciendo el amor con el bosque. Finalizando uno a uno los orgasmos reprimidos durante tantos años de vida urbana, alcanzando otros que jamás ningún varón o mujer habrían podido hacerle conseguir. Eso era el bosque para ella: el amante perfecto que sin hacer nada conseguía romper en añicos la realidad para crear en un solo instante una nueva Flora.
Cayó en trance. Nunca quiso saber cuanto duraban aquellos momentos (tampoco habría podido, pues se negaba a meter objetos de la civilización en su lugar sagrado) en los que se quedaba ahí, estática como los árboles que tanto amaba, con los brazos abiertos, mirada perdida e interiorizada convertida en mera observadora de la relación amorosa entre todas las almas allá reunidas. Cada vez que despertaba, muchas veces con las primeras luces del alba, volvía a brotar en ella la misma sensación agridulce que de niña: tenía que irse y dejar atrás temporalmente el único lugar donde era feliz para sumergirse en el caos materialista de entre semana. Pero desde hacía ya bastante no era la única quien lo sentía. El mismo bosque, Gea, quedaba invadido por la melancolía de despedirse de su dríada reencarnada hasta el primer fin de semana del siguiente mes.

4 comentarios:

Mery dijo...

Segon intent

Primer que tot: Letty, ARTISTA!

Segon que tot: viva la mitologia

Tercer que tot: esta serà una d'aquelles històries que comences i mai acabes?

Quart que tot: encara tinc això teu pa llegir :$

A tot açò, m'agradat ;)

Yhadax dijo...

¿Y todo esto lo has sacado de una mera ilustración? (¡sin quitarle el merito a la genial ilustradora, pon diox!) tío, tú sí que vales :)

Isa dijo...

Una imagen... mil palabras...

quien fue antes, el huevo o la gallina, digo... el dibujo o el relato? digo... los dos unos artistas!

Yo a lo mio... willy wonka...willy wonka...

vicente dijo...

En este caso primero la imagen. Estamos trabajando en hacer algo a la inversa (o repetir... cuando tenga ganas jaja)