He vuelto.

lunes, julio 07, 2008

En nombre de Dios

La nada se columpiaba suavemente entre las horas observadas por un viejo vagabundo que dormitaba junto a la puerta de la iglesia del pequeño pueblo de interior. El hogar de Dios, sólido edificio de estilo románico tardío, presidía la plaza, dejando el resto de los edificios esparcidos según una absurda circunferencia en un segundo plano. El reloj del campanario recordó que el tiempo seguía pasando, más concretamente acababa de morir la tercera hora de aquel siete de julio, San Fermín. El tañer de las campanas se esparció por toda la localidad, pudiéndose escuchar en aquella clara y despejada noche hasta en las granjas de gorrinos que salpicaban el término municipal.
Los campanazos le despertaron. Miró la hora, refunfuñó algo y se levantó. Tenía una leve resaca, consecuencia de intentar llevar al olvido algo que nunca había podido superar. Nada le había ayudado. No podía arrancar de su cabeza aquel suceso. Estaba frente al arco de la puerta, donde una inscripción tallada en la piedra recordaba su sagrado significado. Y a él su pasado. Lo había intentado, lo había abandonado todo pero siempre acababa en ese mismo lugar.
Era su penitencia.
Llevaba doce años viviendo en esas calles empedradas, lejos de donde ocurrió todo aquello. Físicamente lejos, en su memoria ayer. Muchas veces estuvo a punto de conseguir superarlo, muchas veces lo intentó y de muchas formas, desde alcohol hasta un intento de suicidio. Y cuando estaba a punto de enterrarlo todo su amígdalase estremecía y le devolvía a la realidad, al ciclo de vida que supone el arrepentimiento y la pesada cadena que tenía que arrastrar: la fe.
Nunca le contó aquel suceso a nadie. Nunca lo reveló, pero aquella noche era diferente. Sentía el impulso de decírselo a alguien; pero no alguien normal, el elegido sólo podía ser una persona: Dios. Por eso estaba ahí, esa necesidad recurrente le impedía alejarse. Escuchó algo moverse a sus espaldas. Se giró y vio una extraña figura que refractaba la luz de las farolas dejándolo todo en una miríada de tonos entre violeta y azul nocturno. Reconocía el perfil: era la estatua que presidía la plaza, un homenaje a los campesinos que se levantaron en rastrillo contra los franceses en la Guerra de Independencia.
-¡Pero si usted es un montón de piedra! -dijo el vagabundo que, sorprendido y totalmente fuera de sí por el impacto que supuso ver aquel viejo labriego al que tanto le había hablado cobrar vida.
-Estás equivocado, como puedes comprobar por ti mismo.
Se acercaron y el vagabundo tocó su mano. Era de carne y hueso. Luego sus ropas. Era real. Se fijó que era bizco, con uno de los ojos le atravesaba y el otro estaba fijo en el gran crucifijo de piedra que adornaba la pared del templo, sobre la puerta metálica. Eso sí, le sorprendió aquel tacto frío, helado. Como a muerto.
-Ya sabes quién me ha enviado. Estoy aquí para escuchar tu confesión.
-Pero... -dudó.
-Llevas años pidiéndole que te escuche. ¿Qué más necesitas saber? Haz caso a tu corazón.
Se turbó por aquella valentía que había supuesto, para él, devoto cristiano, dudar de un enviado de Dios y del mismísimo Padre. Bajó los ojos, no podía soportar la visión de aquella figura ancestral.
-Sí...
-Ahora habla.
Aquellas dos palabras sonaron como un disparo en su cabeza. El dolor autoinfligido pasó, y se convirtió en un mero expectador de aquel diabólico suceso.
-Antes de que ocurriera aquello yo era sacerdote en una iglesia de barrio obrero en el extrarradio de Madrid. Un buen día, el obispo me llamó. Quería verme. Me citó para esa noche.
Se desmoronó al recordar aquella conversación. Su piel se erizó y su voz quebró en mil lágrimas.
-Me llevó a su habitación con la excusa de hablar sobre la fe en los barrios de ladrillo rojo. Aquello me extrañó, pero claro, era el obispo. Me dió vino -continuó, casi susurrando e interrumpiendo el monólogo constantemente por la falta de voluntad para seguir- y perdí el control. Según me enteré después le había metido algo raro a la bebida. En aquella época era joven y guapo. Empezó a quitarme la ropa, no pude hacer nada para evitarlo. No sé de dónde salió aquel niño, pero parecía también drogado, o quizá ido. A aquel viejo le excitaba ver cómo otros lo hacían con menores. Al final acabé en medio, el niño frente a mí y el semen del prelado perlando mi espalda como un ungüento diabólico.
-Tú no tuviste la culpa -contestó la estatua encarnada.
-Pude haberlo evitado. Me dejé llevar, me poseyó el infiltrado infernal, ese anticristo antropófago, alimentado de degeneración y pecado.
-No pudiste. No fue cosa del Diablo, sino que fue un designio de Dios.
El mendigo abrió los ojos, desorbitándolos.
-¿Cómo?
-Algún día lo entenderás.

Abrió los ojos. La potente luz le cegaba. No tenía ni idea de qué hora era, tanta intensidad lumínica le desorientaba. Tras habituarse a esta reconoció el lugar. Eran las blancas y acolchadas paredes del hospital psiquiátrico donde le habían encerrado doce años antes, después de haber perdido el juicio y ganado una amnesia tras un fortísimo shock que había producido secuelas crónicas y sin posibilidad de recuperación.
O eso decía el informe psiquiátrico de aquel hospital propiedad de una orden dependiente del obispado.

2 comentarios:

Isa dijo...

Solo tú sabes sacarle partido así a un VAGABUNDO...

No decepcionas!!

vicente dijo...

Me lo pusiste fácil. Para otra vez retuerce más el diccionario, jajaja