He vuelto.

lunes, julio 14, 2008

Ulises, el pescador

Sus movimientos eran casi milimétricos, con la precisión de los años pasados junto aquel montón de madera y metal. Él, Ulises, el viejo marinero que había pasado toda su vida subido a un barco estaba acabando el proceso de repintado de su pequeña barca de pesca. Más que acondicionarla para evitar su corrupción aquello era un ritual que se alargaba horas y se enraizaba en su memoria desde tiempos casi inmemoriales (uno de sus primeros recuerdos consistía en ayudar a su abuelo a repintar su vieja barca de pesca).

Aunque ya estaba jubilado siempre que la pintaba se tomaba la misma parsimonia. Cada pincelada, cada retoque era como pintarse a sí mismo, cubriendo las quemaduras del sol y los callos del duro trabajo de alta mar de suave seda oriental. Recordaba como si hubiera sido ayer cuando dirigía su barco hacia las profundidades de tantos y tantos mares en busca de sus más preciados tesoros. El sonido de las olas rompiendo contra el casco, de la lluvia de alta mar, las mareas que convertían el sólido buque en una cáscara de nuez dominada por un niño juguetón en la bañera.

Sus huesos ya no eran los de antes, al igual que sus músculos. Se lo achacaba a la jubilación. Según él los viejos pescadores no deberían jubilarse o, como prefería decir, acabar desguazados. Ya no le dejaban ir a por la pesca de verdad, la de meses lejos de la familia arriesgando la vida, y tenía que conformarse con alguna escapada de vez en cuando a pocas millas de la costa. Solo le quedaban los recuerdos. Y el mantenimiento.

Aquello sí que era vivir. Un oficio duro para tiempos duros. Cerró sus ojos pequeños, profundos y lejanos como el horizonte. Su barba hirsuta de anteayer imitaba el color blanco con el que estaba cubriendo el casco de su pequeño pesquero, el "Isabelle". Su barco, su caña y días enteros bajo el sol, curtiendo su una veterana piel que tantas luchas contra monstruos marinos había visto. Siempre suspiraba cuando recordaba los viejos tiempos, "no como ahora, que han mecanizado hasta el arte de la pesca". Miró a su alrededor. A una parte embarcaciones como la actual suya: pequeñas, más de recreo que de otra cosa. A la otra un montón de novedosas máquinas de arrastre, de esas que acababan con los fondos marinos esquilmándolos hasta arrancarles el último aliento del moribundo. Incluso los jóvenes tripulantes eran todos como operarios, muy pocos eran los descendientes de familias como la suya. Ni siquiera su hijo había seguido sus pasos. Esa era su gran frustración. El viejo oficio se había perdido, era plenamente consciente que la tradición moriría con su generación. Alguno había, pero no. "Son todos unos vagos, con sus maquinitas que se lo hacen todo".

Conocía la leyenda que contó Homero sobre alguien con un nombre como el suyo. Aquel marino, como él, era rey. Él no, no pasaba de humilde pescador, pero su destino era mucho peor que el del aqueo. Reflexionó sobre la Penélope de la historia, la fiel esposa que espera descosiendo a su amado y cómo al final todo acababa volviendo a la normalidad. El Ulises real, el viejo Ulises del oeste mediterráneo sabía que el final de su crónica era lejos de su amada, en algún hospital sumido en la depresión que poco a poco iba afianzándose en su inconsciente. Aquella idea no le gustó, sacudió la cabeza y continuó con su mecánico ritual.

Otra pincelada más. Retirar pintura sobrante. Respirar. Cerrar los ojos y sentir el olor del agua salada mezclándose con su sangre. Las gaviotas revoloteando a su alrededor. La mar era él, y él era la mar.

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