Se te queda cara de gilipollas cuando algo en lo que habías puesto bastante ilusión fracasa estrepitosamente por causas ajenas a tu voluntad pero sabiendo que era lo más probable que podía pasar. Lo sé, me gusta meterme en proyectos descabellados y con poca probabilidad de éxito, soy así; uno le coge cariño a estas cositas de la vida, estos pequeños sueños que salpican de color la monotonía de todos los días.
¿Qué hacer? ¿Seguir? ¿Detenerse? ¿Renunciar a la identidad para abrazar el credo del enemigo y, al menos, intentar cambiarlo desde dentro para que vean la luz? En el fondo se trata de eso: intentar llegar al mayor número de personas posibles, que mi voz se escuche y se tenga en cuenta. ¿Es eso posible en este mundo de analfabetos?
Sé que puedo parecer un salvapatrias idealista, un bobalicón que aún cree en la posibilidad de regeneración, de salvación; no me va el rol de orquesta del Titanic, tocando mientras se hunde todo. Casandra, tú me entiendes, ¿verdad?
Ahora a ver qué pasa. Qué hago. Qué hacemos. ¡Qué intriga! ¿Qué me deparará el camino que empecé a recorrer tampoco hace tanto?
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