He vuelto.

viernes, enero 06, 2012

El sicario

Cuando aquel sicario incrustó el cañón de su cuarenta y cinco en mi cráneo a través de la oquedad que la naturaleza, sabiamente, decidió llenar con un globo ocular y un párpado, no pude evitar reír. Era un tío enorme, de tamaño sobrehumano y deforme como si lo hubiera dibujado un capricho interdimensional Lovecraftiano ebrio de creatividad. Me preguntó de qué cojones me reía, me llamó quillo, y me hundió más su arma hasta lograr que me cayera de espaldas. Recuperar la sensación de existencia de mi ojo, no de un infinito quejío ocular, fue agradable, no lo niego, saber que iba a morir con ese gustito me hizo recuperar mi anterior sonrisa, a partir del semblante de susto que se me había puesto cuando casi vi mi cabeza partida contra alguna piedra, o peor aún, un estúpido esguince que me hiciera cagarme de dolor en mis últimos minutos de vida.
Le pregunté por qué quería descerrajarme un tiro. Me dijo que por él no era, que estaba trabajando. Que si fuera por su gusto como si me dedicaba a chupar pollas en la parte baja de la rambla. Con ese cacharro, le repliqué señalando con la mirada la cuarenta y cinco, es muy fácil, que es más divertido matarse uno mismo tecla a tecla. Tras llamarme hijo puta con su acento ilocalizable bajó un poco su semiautomática. El Sol, a sus espaldas, no me dejaba verle bien la cara, enmarcada por unas gafas de aviador y un pelo muy corto. Las lentes de espejo me miraron con una gravedad inquisitorial. Una vez fui como tú, también curré de picateclas, otro programador más, pero es una puta mierda y después de cargarme a mi jefe no me quedó más remedio que largarme de mi país y venirme aquí a liquidar a gilipollas como tú.
¿Cuál es mi pecado, padre? Le pregunté.
Me contestó diciéndome que mi pecado consistió en creer que la única diferencia entre mi jefe y yo era que ambos podíamos convivir en la misma oficina. Le pregunté si fue él quien le contrató y asintió. Quién cojones más iba a querer tu muerte. Volví a sonreír.
El Sol fue bajando lentamente, a medida que postergaba segundo a segundo mi postrer aliento. Yo a ti te conozco, le dije. Su cara empezaba a sonarme.
Tengo una cara muy común, me respondió, y no es raro que me confundan. Muchas veces han llegado a decir de mí que soy como un doble de mi cliente.Así es más fácil mi trabajo. Por eso no te diste cuenta que te estaba siguiendo, por eso no te diste cuenta que te he estado acompañando durante toda tu vida esperando este momento, me comentó. Básicamente, siguió, soy quien tú quieras que sea, a tus ojos, quillo.
Le escuchaba, era agradable tener una compañía tan interesante en mi ejecución-funeral-entierro-canonización. Y a medida que la luz lloraba por entre sus orejas, por entre las patillas de las gafas de aviador, lo vi: normal que me sonara. Era yo mismo. Era mi jefe. Era mi amante. Era todas las personas por las que pasé, unas a tientas, otras como el mismísimo Satán. Estallé en una carcajada. Dije adiós con un guiño. Disparó y mi cabeza se convirtió en un puzzle.
Caí al suelo hecho cadáver, inerte y seco, sin poder parar de reír. Le pregunté si de verdad pensaba acabar conmigo así, destruyendo mi cabeza.
¿Aun no lo has entendido? Replicó. Lo vi ajustar su traje negro y pasar a ser yo. Me giré, ya convertido en el sicario, y vi mi propio cadáver, en mi mano noté el metálico tacto del cuarenta y cinco, tan pesado como el propio centro del universo, satisfecho por un trabajo bien hecho. Pasé mirando un tiempo indeterminado el cuerpo, los sesos, los restos del cráneo entre las malas hierbas y el suspiro final de un Sol que también moría.
Cuando se hizo de noche puse la pistola entre el pantalón y mi lumbar. Después saqué un bloc de notas de mi americana, un bolígrafo y taché mi nombre de una lista de mis nombres infinita. Miré mi siguiente nombre, sonreí.
-Otro disfraz hecho añicos. A por otro más.

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